Carlos Fenoll, por Palmeral 2012

miércoles, 18 de enero de 2012

EL SINO ENCADENADO

A Pepe Ruiz Cases (Sesca), que me animó a escribirlo
La historia no está siendo generosa con Carlos Fenoll. Los críticos consideran al poeta-panadero un autor menor que debe su escasa celebridad a Miguel Hernández y a Ramón Sijé.

Hace veinte años asistí a una tertulia en un conocido pub de Alicante. Recuerdo que un erudito local vapuleó la memoria de Carlos Fenoll ante la sonrisa cómplice y babosa de un joven poeta premiado y mi silencio ignorante. Por entonces yo no había leído nada de Fenoll, y muy poco sabía de su vida (irónicamente sólo acertaba a recordar la fecha de su muerte). Por otra parte, ¿qué podría importarme a mí, un alevín de escritor que se creía en el deber de renegar de todo lo próximo, un poeta oriolano “fracasado”? Así que opté por darle la razón a mis contertulios, de los que, por cierto, nunca más se supo en el mundillo literario.

Aunque sigo siendo un aprendiz, creo que he madurado y ahora soy menos arrogante. Hoy habría salido en defensa del poeta panadero, y no por paisanaje o proximidad en contra de lo ajeno, sino porque he descubierto en su vida y en su obra poética lo que antes me impedía ver mi gusto por lo foráneo y mi desapego del terruño.
La historia no está siendo generosa con la obra de Carlos Fenoll Felices (Orihuela,1912). Los críticos literarios lo consideran un poeta menor que debe su escasa celebridad a la amistad que le unió con Miguel Hernández y Ramón Sijé y a su participación en la fundación de Silbo en 1936 (hojas de poesía en las que colaboraron firmas tan destacadas como Neruda, Juan Ramón Jiménez, Aleixandre y Carmen Conde). Y es cierto que Carlos Fenoll es un poeta condenado a las sombras por la proximidad luminosa de los dos oriolanos geniales. Entre la potencia intelectual de Ramón Sijé y el torbellino creador de Miguel Hernández, ambos precoces, asoma con humildad el indolente Fenoll, el poeta mesurado y lento en su evolución, que supo reconciliar en sus versos el lenguaje común y el verbo poético. En un artículo publicado en La Lucerna afirma el reconocido hernandista Ramón Pérez Álvarez: “la influencia de Carlos sobre Miguel Hernández fue profunda y duradera. En aquel tiempo, cualquiera de nosotros hubiera apostado por el panadero, como mejor poeta. Y lo fue. Fue en realidad el maestro de Miguel, más que la propagada influencia de Miguel”. Aunque Las palabras de Ramón Pérez puedan resultar exageradas, no carecen de razón. El poeta-panadero guió los primeros pasos literarios del poeta-pastor e influyó en su manera de poetizar lo popular, que es la esencia de la lírica anónima tradicional.

Sijé y Hernández murieron muy jóvenes: el primero en su lecho y en “olor de santidad”; el segundo en la cárcel, sufriendo una terrible agonía. Sijé pretendió imponer su ascetismo religioso a sus paisanos. Y Miguel por el contrario, cuando cruzó las fronteras de su pueblo y conoció nuevos horizontes, se rebeló muy satisfecho contra la serpiente de las múltiples cúpulas, la serpiente escamada de casullas y cálices que reprimió y malaventuró la nudosa sangre de su corazón. Fenoll, la figura menor de la tríada, no pudo o no quiso renegar de la fe católica y sufrió resignadamente un exilio interior durante la dictadura franquista, dedicándose a su oficio de panadero. Su única muestra de rebeldía la encontremos en su atrevimiento al pedir explicaciones (al modo de los poetas de la revista Espadaña) a un Dios distante. En Ramón Sijé y en Miguel Hernández hay una relación entre obra e ideología, no así en Carlos Fenoll.
Otras circunstancias adversas se conjuraron contra el talento literario de el panadero de corazón de pan: su formación autodidacta (aprendió “a leer en la calle con ayuda de los transeúntes, usando la cartilla de los rótulos comerciales, según Guillén y Muñoz Garrigós), su tendencia a la improvisación (heredada del padre, trovero de reconocido prestigio), la muerte de su progenitor a los 42 años que lo deja como hijo mayor frente a 13 hermanos , las responsabilidades derivadas de su matrimonio con Ascensión Ávila, y su bondad idealista, sin picardía, que anuló sus mecanismos de defensa y lo arrojó a las intemperies del corazón. Recordemos las palabras de su hijo Antonio: “Carlicos Fenoll no será olvidado por nadie que lo conociera un poco. Humilde, sencillo, bueno, fue siempre”.

Dice don Quijote: “no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mejor poeta del mundo”. Carlos Fenoll era una excepción. Con su natural honradez, nuestro paisano evitó arrimarse a los árboles de buena sombra, y si lo hizo fue de forma espontánea; nunca persiguió los méritos poéticos ni le atrajeron los turiferarios, ni las capillitas literarias, ni los centros de poder, por consiguiente no obtuvo el amparo económico oportuno que le podría haber permitido vivir con más decoro y holgura.

Fue un hombre dedicado de por vida a correr tras la poesía –la base de su existencia-al mismo tiempo que huía de ella por el peligro que suponía su presencia. Para un poeta de hoy, Carlos Fenoll debería ser un ejemplo de coherencia. De acuerdo que no será nunca una leyenda, como sus dos geniales amigos; pero sus valores humanos, su sentido de la mesura, y su lucha por sobrevivir sin asideros en la vorágine cotidiana, son méritos suficientes para rehabilitar, sin chovinismos miopes, a un poeta de condición extraña, todavía no contaminado por ditirambos al uso, si acaso algo distorsionado por algunos comentarios grandilocuentes en una prosa débil y sesgada, procedentes de quienes lo trataron de cerca y lo quisieron.
El Carlos Fenoll que me interesa no es “el poeta menor pegado a la piel de Emilio Carrere, bohemio trasnochado de capa, chambergo y pipa, o de un Manuel machado –vino, sentimiento y poesía-“, sino el que se despega de estos vates “y descubre su voz íntima e intensa: con Darío, Antonio Machado Y Juan Ramón Jiménez (…)” (Jesús Poveda: vida, pasión y muerte de un poeta: Miguel Hernández). El rapsoda jovial, enamoradizo que en 1930 canta a San Miguel en el poema Jueves de carnaval (y hasta se permite una incursión en el coloquialismo más auténtico y pedestre al referirse a una moza que pasa con este inciso: “que por cierto no está mal”); el poeta baudelariano, hastiado, catastrofista –hasta necrófilo en ocasiones- de La hora maldita (1943); el poeta herido por la fatalidad atávica que engangrenó a tantos vates patrios: “más todo, hasta el amor, esta ya muerto/ para mí en este instante –que no acierto/ nunca a vencer de espeso y lento hastío”.
Carlos Fenoll había elegido años atrás el territorio de la poesía para hallarse. Y desembarcó en él como Simbad y sus compañeros de viaje sobre el cuerpo del cetáceo, sin saber que ese terreno sólido es móvil e inestable y tiene querencia por los abismos. El desencanto, la depresión, la dipsomanía atraparon a Fenoll en el momento en que éste era consciente de su vocación y de su incapacidad para ofrecerle a la poesía una dedicación plena, cuando comprendió que la poesía era la base de su existencia y, por consiguiente, su vida iba a ser un continuo debate entre el encuentro y la huida, el silencio y la comunicación, la euforia y la frustración.
Fenoll barruntó que en los diversos estratos geológicos de la poesía yacen muchos fracasados cuyos nombres se han perdido, y él no se atrevió a poner en peligro su propia estabilidad, su pequeño sosiego arrancado al sufrimiento diario. Evitó apostar su vida a un número perdedor y se aferró a una existencia vulgar. No quiso oír hablar de literatura. En su trabajo, entre los suyos, se creyó a salvo de esa Circe insistentemente cruel y caprichosa que es la poesía. Pero ella lo seguía allá donde él iba, y el poeta desertor resistió porque se sabía inseguro y temía no estar a la altura de los grandes autores que conoció durante la guerra: Aleixandre, Alberti, Prados… Recuerda el consejo que Miguel diera por carta al enfermizo Justino Marín (Gabriel Sijé) para que éste abandonara el camino de escritor que había elegido por el mucho veneno que encontraría en el destino asumido.

En 1946 otra dolorosa circunstancia lo volvió a situar al borde del abismo. Perdió la tahona en el reparto de la herencia de la madre. El poeta decidió huir definitivamente de su entorno y de su pasado: en un arrebato durante una de sus intoxicaciones etílicas quemó una parte de su obra y de su archivo. Haciendo frente a sus remordimientos, juró no volver a escribir y en agosto de 1947 se instaló en Barcelona para no regresar a su ciudad natal, donde habitaban sus fantasmas. De esta forma tan conmovedora se expresa en una carta dirigida a su amigo el poeta oriolano Manuel Molina el 23 de julio:”He quemado las naves; he vendido la casa y los muebles. De esta forma es como no se regresa”.Pero los fantasmas le siguieron hasta su nuevo destino. Nunca llegó a exorcizarlos.
El síndrome de Bartleby que sufrió Carlos Fenoll evidencia su modernidad como poeta. Enrique Vila-Matas aclara en su novela Bartleby y compañía cómo se manifiesta ese mal endémico de las letras contemporáneas, esa pulsión negativa o atracción por la nada “que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizá precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura; o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, queden, un día literalmente paralizados para siempre”. Fenoll, nada tenía que ver con el típico autor provinciano enquistado en la autocomplacencia. Él era un poeta desarraigado, condenado a la intemperie, que caminaba sobre ruinas y trataba de ahuyentar el sentimiento de lo sagrado inmanente en toda realidad. Actitud que hoy en día se nos muestra especialmente pertinente
Nuestro poeta experimentó entonces un fenómeno paradójico: al huir de la poesía, al oponerse a lo extraño, a ese fondo de indeterminación y sorpresa que acompaña a la epifanía poética, se sintió encadenado, atrapado en la complaciente seguridad que había elegido. Como Bécquer, tuvo miedo de quedarse con su dolor a solas. Su tono deprecatorio a Dios o a la belleza en sus poemas de transición (que no es más que una súplica a la poesía para que ésta deje de acosarle) dejó paso al canto amargo, al Canto encadenado (1947), que así se titula su poema más conocido y el volumen que recoge la mayoría de sus poemas y algunas prosas y cartas, editado por Manuel Molina y publicado en IEA de la Diputación de Alicante en 1978. “Nada puedo contra él. Dos niños corazones/-arroyuelos que cantan la misma sangre mía-/ y el amor a mi esposa, son las grandes razones/que estrangulan mi grito de ansiada rebeldía.// Deseando la paz, quiero aplacar mis sueños, / borrarlos como borra la aurora a las estrellas, /pero igual que la espuma, son vanos mis empeños: / germinan sin descanso, renacen como ellas.(…)// Pero siempre habrá un dejo de amargura en mi canto/ mientras llore mi alma su pesada cadena”.
La solemnidad de estos versos alejandrinos descubre a los lectores la incapacidad de su autor para resistirse tenazmente a la llamada de la poesía, que le arrastraba lejos del mundo pragmático al que nuestro poeta no supo adaptarse.
A partir de entonces, en sus poemas esporádicos y en las cartas que escribió a sus amigos, Carlos Fenoll, nostálgico de la poesía, se quejará de la falta de tiempo, de las obligaciones cotidianas, de su trabajo. En los escasos ratos libres escribió algunos versos y cartas, muchas cartas.: “con mi tan repentino como brutal silencio se inició mi último periodo de depresión nerviosa profunda, durante los cuales siempre quedo inerme, incapacitado totalmente para concentrarme en nada, para hacer nada, salvo esperar también a que ceda su negra turbulencia…” escribe al poeta Manuel Molina en 1968. Siete años antes había escrito al mismo amigo lo siguiente: “Escribir una carta, una cosa tan sencilla, tan elemental y para mí casi imposible. Antes de la acción de escribir, de situarme material y espiritualmente a escribir una carta, sufro días y, hasta meses, un trastorno nervioso perturbador. Quiero y no puedo”.
Cuentan que Carlos Fenoll nunca superó la muerte de Miguel Hernández y que esta trágica circunstancia le causó una profunda depresión y le hizo beber sin tregua. Creo que se trata de una interpretación romántica en consonancia con el carácter nervioso y sentimental, profundamente humano, del autor de El canto encadenado. Sin duda le afectó la muerte de Miguel, y la de Sijé, y la de Justino Marín (Gabriel Sijé), y también la atmósfera irrespirable de la posguerra; pero la verdadera causa de su depresión y su “enfermedad incurable” (ese eufemismo utilizaban los amigos cuando se referían a la dipsomanía de Fenoll) era la poesía, que no admite ambigüedades. Y Fenoll, ya lo hemos visto, no encontró la salvación en la palabra poética, ni siquiera un poco de consuelo. No fue capaz de arrancar las cadenas que estrangulaban su grito de rebeldía; pero tampoco pudo darle la espalda definitivamente a la poesía, como hiciera su admirado Rimbaud. Ansiaba el equilibrio y la serenidad que alcanzaron tantos autores del siglo xx, acomodados en la autocomplacencia social y la arrogancia intelectual; un deseo legítimo que en nuestro poeta, por sus circunstancias personales, resulta ingenuo y hasta patético.
Carlos Fenoll temía con razón al trovero que escondía en su interior y que a veces asomaba al exterior a través de ripios infectados de epítetos gastados (a los lectores de hoy nos resulta cargante la hiperbolización y el plañiderismo de algunos de sus poemas); pero las prisas continuas le obligaban a improvisar en cualquier papel, robando minutos al trabajo. Pocas veces consiguió escribir con sosiego. Pese a todo, también escribió buenos versos llenos de ortigas y vidrios.
En la década de los cincuenta, Carlos Fenoll volvió a experimentar el júbilo de la poesía e intentó hallar los fragmentos de su identidad rota para recomponerla; manifiesta su ilusión en el poema Reflorecer (1952) y en algunas cartas a los amigos. En 1951 escribe a Manuel Molina: “Te dije que había empezado a escribir con el propósito de reunir un número suficiente de poemas para un libro: propósito de humo. Nada por ahora”. En 1952 le confiesa a su confidente: “huyo ahora como un condenado de caer en el hoyo del silencio sin fin, donde germina la flor de la locura o se saborea la raíz de la muerte (…) la alegría de la creación es capaz por sí sola de levantar a un muerto”. Y en 1953: “Y quiero, sí, quiero andar, reanudar la marcha ininterrumpida por tantos negativos complejos”.
Pero el resurgimiento nunca llegaría. Siguió luchando Fenoll contra los fantasmas que ahogaban su voz y su vida, hasta que su muerte acaeció con pena y sin gloria el 31 de diciembre de 1972. Los poemas que escribió, pese a sus imperfecciones, son consecuentes y están consagrados al dolor de vivir y de escribir en el límite. En ese quiero y no puedo radica su singularidad como poeta.
Carlos Fenoll nunca ordenó su producción literaria desperdigada en revistas, periódicos y antologías colectivas; se lo impidió su pulsión negativa. El único intento de reunir su obra se lo debemos a Manuel Molina, quien editó el mencionado volumen El canto encadenado. Fue un generoso gesto de amistad. Creo que quienes están al frente de la celebración del Centenario de Miguel Hernández deberían hacer justicia a Carlos Fenoll editando este año su obra completa (con un estudio actualizado) para que los poetas de mi generación podamos entender su difícil trayectoria vital y poética. Sería un bonito homenaje a los dos poetas amigos. Espero que así sea. Aunque la verdad es tan hermosa que se impone cuando ya a nadie le importa si se impone o no.


Bibliografía
Carlos Fenoll: poeta y panadero, Ramón Pérez Álvarez. Revista La Lucerna, año VI, Nº 41,Orihuela diciembre,1995. Incluido en el libro Hacia Miguel Hernández, Ramón Pérez Álvarez. Biblioteca hernandiana, documentos. Fundación Cultural Miguel Hernández y Ediciones Empireuma, Orihuela,2003
El canto encadenado, Carlos Fenoll; Edición y prólogo de Manuel Molina; epílogo: Vicente Ramos, Instituto de Estudios alicantinos, Diputación de Alicante, 1978.
Vida pasión y muerte de un poeta: Miguel Hernández, Jesús Poveda. Ediciones Oasis, S.A., México, 1975.
Yo Miguel, Francisco Martínez Marín, Orihuela, 1972.
Antología de escritores oriolanos. Premio Ramón Sijé. José Guillén García y José Muñoz Garrigós, publicaciones del Excmo. Ayuntamiento de Orihuela, 1974.
Carlos Fenoll: vida y obra, Mª Dolores García Selma. Instituto alicantino de cultura Juan Gil Albert, Alicante 2000
Bartleby y compañía, Enrique Vila-Matas. Anagrama, Narrativas hispánicas, Barcelona,2000

José Luis Zerón Huguet

Nota.- Una versión de este artículo se publicó en las páginas 24-25 de la revista "la Lucerna" año VI, nº 41, diciembre 1995, por su autor.

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