CARLOS FENOLL: LA
BELLEZA IMPOSIBLE (APUNTES BIOGRÁFICOS)
Un inquieto
-de vida y horizontes- es este poeta, pariente de Eduardo Poe, gran melancólico
y bella flor de artesanía. Aquí os lo presento, enlutado, rondador y bohemio.
Ramón
Sijé, 1932
Carlos Fenoll
Felices nació el 8 de agosto de 1912 en Orihuela, en la calle de San Juan, muy
cerca del convento del mismo nombre. Fue hijo de José Antonio Fenoll y María
Monserrate Felices, panaderos. El matrimonio engendró trece hijos, pero la
muerte prematura de varios de ellos convirtió a Carlos -que era el tercero en
orden- en el mayor de todos.
Carlos acudió
al colegio solo hasta los doce años. El recuerdo de su infancia en la que fue
su calle primera, lo reflejó pronto en un poema de 1930, en que evoca “El
campanario de San Juan”.
Bello
emblema del amor de aquellos días
en
que la dulce infancia
llenaba
de armonías y de risas
al
timbre primordial de mi garganta.
En 1927 la
familia se traslada a la calle de Arriba, número 5, calle ancha de vecindario
humilde, para instalar allí la panadería. Por esos años parece que una
desmedida afición a los toros llevó a Carlos más de una vez, en la plaza de
Orihuela, a lanzarse al ruedo como espontáneo, chaqueta en mano, con la
consiguiente detención y multa.
En 1929 se producen en la vida de Carlos
Fenoll varios hechos trascendentales. Ese año muere su padre, con solo cuarenta
y dos años de edad, y Carlos ha de ponerse al frente del negocio familiar. Por
entonces el joven Fenoll es lector asiduo del ABC y se acerca con interés a la
literatura a través de los folletones por entregas -llenos de intrigas
apasionadas- y de los poetas entonces más populares. Por otra parte, cultivaba,
como lo había hecho su padre, la habilidad para repentizar versos y recitar
estrofas improvisadas, lo que se conoce como trovero, cualidad que llegó a poner al servicio de diferentes
empresas y marcas comerciales, las cuales, mediante sonoras rimas, publicitaban
sus productos en las revistas oriolanas de la época.
Su inclinación
hacia la poesía le lleva, desde los diecisiete años, a publicar asiduamente en
algunas de las revistas locales, sobre todo en Actualidad, a la que accedió gracias a su amigo Jesús Poveda, quien
trabajaba en el despacho del abogado Tomás López Galindo, responsable de la
publicación. Poveda recordaba así a Fenoll:
Yo conocí a
Carlos cuando a este solo le apasionaban tres cosas: la poesía, el cante jondo
y el vino de taberna. Cantaba el flamenco clásico con verdadero gusto, como un
profesional, aunque no le ayudaba mucho su voz, un poco ronca.
También en
1929, si no antes, inicia su amistad con
Miguel Hernández, un joven casi dos años mayor que él y con el que compartirá
inquietudes poéticas y vivencias de la edad. Como Carlos, Miguel había nacido
en la calle de San Juan, pero desde niño vive al final de la calle de Arriba y
se dedica al pastoreo. En El Pueblo de
Orihuela, Fenoll le dedica, en diciembre, el poema La Sonata pastoril: “A Miguel Hernández, el pastor que en la paz y el
silencio de la hermosa y fecunda huerta Oriolana, canta las estrofas que le
inspira su propio corazón”. Se trata casi de una presentación en sociedad, pues
un mes después, en enero de 1930 y en el mismo medio, ve la luz el primer poema
publicado de Hernández: Pastoril. La
formación de Carlos Fenoll y de Miguel Hernández tiene bases similares. A falta
de una enseñanza o guía reglada, proviene de la intuición y de consejos de
amigos autorizados, y se asienta en las lecturas más popularizadas y
accesibles. Una carta firmada por los dos en marzo de 1930, dirigida a Justo
García Morales, que estudiaba en Madrid, revela cuáles eran por estas fechas
los intereses literarios de ambos:
Nos aconsejas
debemos leer a Vicente Medina, Salvador Rueda, Villaespesa, Rubén Darío,
Espronceda y el gran autor de las Rimas; nosotros hemos leído escasas
composiciones de todos los autores pero no obstante haberlos estudiado poco,
somos fervientes admiradores de los indicados y, además, de Núñez de Arce,
Campoamor, Gabriel y Galán y Zorrilla.
Y enseguida
vendrían Juan Ramón Jiménez y Gabriel Miró. Además, tanto Fenoll como Hernández comenzaron a
publicar en los mismos medios conservadores del momento: Actualidad, El Pueblo de Orihuela y las
revistas inspiradas por Pepito Marín -Ramón Sijé-: Voluntad y Destellos. Los
poemas juveniles de Fenoll mezclan tardíos resabios románticos y modernistas,
previsibles y manidos clichés literarios y mucho ripio de versificador ágil.
Los primeros
años treinta fueron en la vida de Fenoll momentos de camaradería, de vivencias
intensas, de ilusiones, de inquietudes y estímulos. En los momentos iniciales
de este grupo de amigos -Hernández, Fenoll, Poveda, Sijé- todos hubieran
apostado por Carlos Fenoll como aquel en quien se veía fluir la vena poética de
manera más natural y quien antes podría conseguir logros importantes.
Diferentes testimonios nos han llegado acerca de las reuniones de estos jóvenes
en la Panadería
de Fenoll. Algunos hacen a la tahona centro de muy densas y organizadas
tertulias literarias en las que se leían poemas, se repentizaban versos, se preparaban
proyectos... Quizá haya una idealización de lo que realmente debió de ser lugar
de encuentro propicio para sus experiencias juveniles y, por supuesto, para
fomentar sus ilusiones literarias. El problema está en concederle al hecho una
consolidación y una continuidad que no debió de tener. De la misma manera
parece exagerado etiquetar como generación
literaria a unos jóvenes que entonces tenían una muy escasa obra y ningún
libro publicado.
Entre 1933 y
1934 se halla Fenoll en Barcelona haciendo el servicio militar y participa
activamente en la represión de los sucesos revolucionarios de octubre de 1934
en la ciudad condal. A su vuelta de Barcelona se casa con su novia Ascensión
Ávila. Esta relación ha de remontarse, quizá, al verano de 1930, fecha en que
dedica a la joven, nombrándola solo con sus iniciales, el poema “Levantina”: “A
la señorita A[scención]. A[vila]., oriolana y castiza, con todo el fervor que
le profesa este loco cantor”. En
diciembre de 1935 nace el primogénito del matrimonio, José Antonio, “Antoñín”.
La dicha de este “dulce fruto” la recogió Carlos en su poema "Primer
hijo". Un par de semanas después sucede la tragedia de la muerte de Ramón
Sijé, novio de su hermana Josefina Fenoll.
Desaparecidos
Sijé y su revista El Gallo Crisis,
Fenoll y Poveda, ayudados por Alfredo Serna, Ramón Pérez Álvarez y Justino
Marín -hermano menor de Pepito-, intentarán revivir el dinámico ambiente
literario oriolano de unos años atrás. Así surge el pliego de poesía Silbo, que entre mayo y junio de 1936
publicó dos números con colaboraciones literarias, entre otros, de Juan Ramón
Jiménez, Vicente Aleixandre, Miguel Hernández, Pablo Neruda y Carmen Conde, e
ilustraciones de la pintora Maruja Mallo. Miguel Hernández que hacía vida
estable en Madrid -acababa de publicar El
rayo que no cesa- hizo valer sus amistades madrileñas para conseguir que
los silbadores de Orihuela
emprendieran una aventura literaria de altos vuelos, que conjugaba los mejores
nombres, ya consagrados, de la poesía española, con las firmas de los jóvenes
oriolanos. Anejo al número dos de la revista, Ediciones Silbo publicó un
librito con Poemas de Jesús Poveda,
Justino Marín y Carlos Fenoll. Para este último, la experiencia de Silbo fue el comienzo de una nueva etapa
en su poesía, más personal y valiosa. Por desgracia la guerra civil hizo
inviable la continuidad de la empresa apenas comenzada.
En noviembre
de 1936 Fenoll y Poveda se alistan como voluntarios en el Batallón de Milicias
Republicanas y parten para Madrid. En el local de la Alianza de Intelectuales
Antifascistas conocen a Rafael Alberti, a María Teresa León y a otros
intelectuales. El 9 de marzo de 1937 se halla Carlos en Orihuela y firma como
testigo en la boda civil de Miguel Hernández y Josefina Manresa. Después volvió
al frente castellano. Su hermana Josefina y Jesús Poveda, que habían emprendido
noviazgo un año antes, también se casaron ese año.
En una
entrevista concedida poco antes de su muerte afirmó Fenoll: “En la guerra no
cogí un fusil. Trabajé en mi oficio, haciendo pan para las tropas de la República”. En todo
caso, tras la contienda vivió un tiempo en un resguardo prudente, hasta que la
situación se volvió segura para su persona.
Pero ya el
mundo literario y humano que Carlos había vivido en su juventud, estaba en
trance de disolución permanente, mezclado en desdicha. A la muerte de Sijé y a
la inmediata guerra civil, siguió el exilio americano de sus hermanas Carmen y
Josefina -y de las familias de estas, Poveda entre ellos-, sucedió después la
muerte de Miguel Hernández, en 1942; y, en ese mismo año, la muerte de la madre
de Carlos (lo que trajo problemas familiares en el reparto de la herencia) y,
por último, en 1946, la muerte prematura de Justino Marín Gutiérrez. Fueron hechos que
convivieron con el nacimiento de sus hijos Carlos, en 1941, y Vicente Luis, en
1947.
Poco o nada
quedaba ya de las vivencias e ilusiones juveniles El poeta vitalista y alegre
se fue convirtiendo a la fuerza en un hombre ganado por el desencanto y el
pesimismo, y su alma encadenada
comenzó a transitar los caminos tenebrosos de la autodestrucción en momentos
repetidos (que él llamó la hora maldita)
de amargura incurable:
Esta es, aquí
está la hora maldita:
no es la piel de la
noche tan oscura
ni la angustia mortal
tan infinita.
Alma, rasga tu noble
vestidura,
que es la hora que a
mí me precipita
a un infierno de
alcohol y de locura.
(“La
hora maldita”, 1943)
Acaso queriendo
esquivar el tormento estéril de un pasado irrecuperable, se deshizo para
siempre de los papeles -cartas y poemas- que lo unían al desventurado Miguel y
a un tiempo de sueños inalcanzados. Y ni así consiguió aligerar la carga abrumadora
de lo que pudo ser y no fue. Tuvo también momentos gozosos, de grandes anhelos
e ilusiones, en los que quiso comenzar de nuevo. En 1944 confesaba: a Vicente
Ramos:
mi alma está
en luz, y ve la gloria de una maravillosa resurrección: todo lo que antes veía
muerto para mí -y era hasta lo más hermoso-, ahora resplandece, me sonríe y me
llama. Y yo voy, gozoso, irresistiblemente, hacia todas las bellas cosas
eternas, con la admiración y el entusiasmo invencibles de los que vuelven del
infierno.
Pero ese reflorecer no llegaba nunca y el
desaliento aparecía de nuevo una y otra vez, traído por unas ataduras
materiales demasiado fuertes.
En medio de
una situación personal y económica agobiante, en 1947, cuando ya el negocio de
la panadería había pasado a su hermano Efrén, marchó para siempre a Barcelona,
con toda la familia. Vendió la casa y los muebles. “De esta forma es como no se
regresa”, comentó a su amigo Manuel Molina. En Barcelona nacería su cuarto
hijo, Julián, en 1951.
Conocía bien
la ciudad, pues allí había cumplido el servicio militar. En la calle de la Aurora, (en el Raval)
vivió, hasta su muerte, de su trabajo de panadero para el Ejército, con el
ansia siempre, en dedicación exclusiva, de sacar adelante a los suyos.
Entregado a las
preocupaciones cotidianas, se le fue haciendo cada vez más difícil y lejana la
escritura. "Estoy seco, vacío, hasta la angustia", escribía a Vicente
Ramos en 1952. Amigos escritores e intelectuales como el propio Ramos, Joaquín
Ezcurra, o Francisco Martínez Marín, entre otros, quisieron rescatarlo de la
abulia que parecía atenazarlo, y le pedían colaboraciones esporádicas para
diferentes publicaciones; pero él daba respuesta con dificultad, aparentemente
enmarañado en una pereza que sus amigos le reconocían como casi congénita. Pero
quizá no se tratara exactamente de eso. Ciertamente, obraban en contra las diarias
fatigas materiales, que encadenaban su canto y no propiciaban los intereses
estéticos y las ensoñaciones. Lo había expresado ya en 1946 en su más conocido
poema, "El canto encadenado":
Cuántas
constelaciones de claras hermosuras
rodando
por mi mente, sin posible destino.
Jamás
podré crearlas con tantas ligaduras
que
me anilla en el alma mi trabajo asesino.
Pero también
la causa de su renuncia literaria podría tener nombre de desesperación: un
desánimo de ida y vuelta que nunca logró conjurar, acaso por la conciencia
insoportable de reconocerse inferior a sus aspiraciones. Ya en la carta citada
de 1952 dejaba escrito:
Yo -me digo-
estoy muerto, más muerto que Miguel. Él vive en su obra, y yo tengo el funesto
presentimiento de que no realizaré ya ninguna.
Y en 1966
justificaba su silencio a Vicente Ramos:
No he hecho
literalmente nada que valga la pena. No pude hacer más, es decir, mejor bien a
la poesía, por la poesía, que no insistir en escribirla.
Buscando
ingresos con que mantener la menguada economía familiar pudo añadir por un
tiempo a su trabajo de panadero el de corrector de pruebas en la editorial
Aymá. Incluso sabemos que quiso buscar el éxito literario de algún premio de
novela que le redimiera de su situación. Pero sin resultado.
Pudo haber
sido poeta de juegos florales -talento poético le sobraba para ello-, y
prefirió callar y hasta arrepentirse de lo escrito, confesando que desaprobaba
cuanto había producido y le hubiera gustado hacerlo desaparecer. Hernández le
había dicho tiempo atrás: "Pierde la mitad de valor el verso que se dice y
gana el doble el que se queda en la garganta". Y Carlos se mantuvo fiel a
este dictado, incapaz de poner en letras sus anhelos y de comprender el mundo
tosco que habitaba. "Se me desalienta el amor a la belleza, más cada día,
por hacérseme la belleza cada día más imposible", escribió en 1961 a su amigo Antonio García-Molina.
Fue una relación paradójica la que mantuvo con la poesía: la necesitaba para
elevarse sobre la realidad áspera y ruda que pisaba, para poner oro en su vida
hecha de cobre y hierro. Pero a la vez, la poesía -o su imposibilidad- era una
ofrenda constante a un fracaso destructivo. Esa relación ambigua y tormentosa
-alimentada de ilusión y desengaño-, y el tránsito por las tinieblas de la
creación definen al poeta -con notas de malditismo- que fue Carlos Fenoll.
Ramón Sijé,
había trazado en 1932 un retrato ajustado de Fenoll, sin tener conciencia
exacta, quizá, de hasta qué punto entraba en los secretos del alma del amigo:
Un inquieto
-de vida y horizontes- es este poeta, pariente de Eduardo Poe, gran melancólico
y bella flor de artesanía. Aquí os lo presento, enlutado, rondador y bohemio.
Nunca pudo
Carlos olvidar sus penas más íntimas. Nunca pudo escribir con sosiego. Carlos
Fenoll, Carlicos para sus verdaderos
amigos de siempre, murió en su casa de Barcelona la última noche de 1972, de un
infarto, casi sin enterarse.
Y sin haber
alcanzado la Belleza.
José Antonio Torregrosa Díaz
(Publicación autorizada y enviada por su autor)